lunes, 16 de noviembre de 2009

La Danza de los abanicos. Editorial Egales. 2006.


Cuando comencé a escribir a Danza de los abanicos quería incluir diferentes estilos literarios en un mismo texto.
Para describir los pasajes desarrollados en Cuba escogí el realismo, luego pasé a un estilo lleno de símbolos y matices oníricos cuando abordé Miami y al final, decidí incursionar en el realismo mágico gracias al ambiente rico en imaginación que me ofrecía un país como Brasil.
En realidad no sé si logré mis propósitos, por eso decidí crear este blog para compartir mis dudas con otros escritores y lectores interesados, con la mejor disposición de ser recíproca y escuchar por igual las inquietudes ajenas.
Escríbeme a duarca@aol.com


Carmen Duarte



LA DANZA DE LOS ABANICOS
A Jody Schenk, por rescatar mi fe terrenal.
PRIMERA PARTE
Los abanicos revolotean por La Habana
I
La idea de huir surgió una noche, cuando sentadas en el muro del malecón, les vino el
impulso de tirarse al mar para separarse de la tierra por siempre. Andrea y Marta, tomadas de las
manos, rumiaban en silencio sus penas con la sinceridad de dos abanicos abiertos. No se decían
nada, ni tan siquiera se miraban a los ojos pero de la fuerza de sus dedos entrelazados brotó la
decisión de no regresar jamás. Y, allí, frente al mar, sintieron envidias por esas especies de las
aguas, encubadas en la fantasía de los antiguos marinos, las que en su variedad lo mismo nacían con
tres cabezas que cantaban para enloquecer a los hombres y hacer que se tiraran al océano; felices
ellas que podían viajar libremente de un lado para otro. Los humanos no, para moverse tienen que
llevar pasaporte, visa, dinero, permiso de salida, como consecuencia de un simple pecado: no ser
gaviota o jicotea.
La insistencia con que Andrea pasaba, una y otra vez, la yema de su dedo índice
por sobre los nudos de la mano de su amiga, logró trasmitirle a Marta toda la angustia
que revoloteaba en su interior. Para ella la Isla era un Gran Teatro, su vida pendía de los éxitos y
fracasos de sus obras representadas sobre las tablas; sólo que para su desgracia, el desarrollo de la
carrera que había escogido no dependía tanto de su talento, como de la aprobación de las
autoridades.
–Así siempre ha sido en las épocas oscuras de la humanidad –le decía Sebastián
a Andrea, aquella tarde en que ya muy enfermo vio por última vez a la joven que por entonces era,
sin dudas, su mejor alumna.
–Yo que he vivido un sinfín de años haciendo teatro, siempre tengo que remitirme a la
historia para entender mejor el presente. No sabes cuánto me acuerdo de Molière, quien en medio
de la corte de Luis XIV, tratando de estrenar su obra Tartufo, tuvo que ser muy sabio para quitarse
de encima la censura de la Iglesia. Era la época del despotismo ilustrado. Se podía, con cautela,
jugar hasta con la cadena, pero no con el mono”.
Sin embargo, aquella última tarde en que Andrea compartió con su profesor, ella tenía el
impulso de rebelarse contra el pesimismo de su maestro. Sólo dos días atrás fue llamada a un
reunión masiva en el Ministerio de Cultura y allí hablaron de renovar el sistema teatral: todo el
teatrista que quisiera podía presentar un proyecto que, luego de ser aprobado, sería financiado por el
Ministerio.
–Al fin llegó una oportunidad para la gente más joven, podemos trabajar nuestras propias
obras sin depender de los directores oficiales. Llegó la Perestroika... no van a poder tener tanta
vigilancia, si es que van a admitir tantos proyectos –le dijo Andrea a Sebastián.
–Siempre que abren después cierran, estos no son más que vientos alisios –contestó el maestro
desde su lecho de muerte.
La joven hubiese querido discutirle al profesor que esta vez no tenía por qué ser
igual a las otras. Todo estaba cambiando en Europa del Este. Pero por respeto al
moribundo, bajó los ojos y calló.
El maestro no vivió la caída del Muro de Berlín, Andrea sí. Ella siguió con emoción la
noticia, paso a paso; se trataba, sin dudas, de un acontecimiento que nunca nadie, nacido
dentro de aquella isla caribeña, ni tan siquiera imaginó. Jamás se olvidaría de aquel
locutor de TV, leyendo el cable noticioso, con el rostro disgustado y el bigote enorme
pasado de moda. Se le veía tieso y serio, como todos los conductores de noticias de un
país en que la política se toma demasiado a pecho. Detrás pasaban las imágenes de los
europeos derribando el muro de Berlín ansiosamente, en contraste con la mediocridad de
aquel locutor que dejaba traslucir su desaprobación en cada movimiento de sus labios.
Pero Andrea no supo interpretar bien el código de la TV de su país, o más bien, en su
ingenuidad, no se dio cuenta de que cada gesto del hombre estaba programado para que
fuese así y no de otra manera. No obstante, desde la sala de su casa, pudo oír en el radio
vecino, a toda voz, la canción, “Ya viene llegando”, de Willy Chirino. Fue entonces que
Andrea tuvo la certeza de que se avecinaban tiempos complejos y confusos.
–Los ladrillos del muro nos cayeron en la cabeza a nosotros –le decía Andrea
a sus actores, meses más tarde, cuando comenzaron a sentir el peso del atrincheramiento
impuesto por los medios oficiales, los que lejos de abrirse a la nueva situación mundial,
encabezando una transformación a lo Europa del Este, optaron por la resistencia–.Ahora te
meten preso por hablar bien de la U..., de Rusia. Quién lo hubiese dicho– le comentaba la
joven a su grupo de teatro.
–Nosotros somos los que estamos locos, haciendo teatro en puro Período Especial. Ya se nos
acabó el cartucho de azúcar... ahorita se empieza a desmayar la gente con tanto ejercicio. Y para
colmo, ayer se me rompió la bicicleta, no es fácil caminar todos los días seis kilómetros debajo del
sol... –le contestó la directora artística.
Mientras, el resto de los actores protestaba porque se tenían que coser ellos mismos el vestuario de
la próxima obra, y lo que era peor, la tela que sacaron de un pedazo del telón de fondo, cortado con
muchísimo cuidado para no dejar el escenario tan desmantelado, estaba tan llena de polvo y no
sabían de dónde sacarían tanto jabón para lavarla. Sin embargo, durante los ensayos, el humor del
grupo mejoraba y podían estar horas y horas trabajando ese lenguaje pícaro y ambiguo, ganador de
la complicidad de un público que, al igual que ellos, estaba loco por gritar sus frustraciones y
críticas.
El día no tardó en llegar. Aquella mañana Andrea se acordó de su maestro
Sebastián más que de costumbre. Llegó a pie al teatro y bañada en sudor; el grupo
se preparaba para un ensayo general del próximo estreno. Lo único estresante era que venía
al ensayo La Comisión de Cultura, encabezada por un funcionario cuya misión consistía en
prohibir obras, mutilar textos, eliminar escenas... Increíble, porque este hombre
anteriormente fue un artista censurado. Pero la gente del grupo estaba tranquila, confiaban
en que Andrea defendería su texto a capa y espada.
Ella no era actriz, pero en esta ocasión y porque no tenían los suficientes
actores, decidió hacer un pequeño personaje secundario, una anciana medio loca que decía,
de vez en cuando, algunas verdades. Así que después de saludar a sus compañeros y
comprobar que el estado de ánimo del grupo, en general, estaba bien; Andrea se fue al
camerino para vestirse y maquillarse con lo que hubiese.
Tranquila, abrió la lata de desodorante de pasta, con el que sustituían la
base blanca de los maquillajes de fantasía y se untó toda su cara hasta dejarla bien blanca,
como la de un clown. Luego tomo el único pedacito de lápiz negro que quedaba, y jugando
a los “claros-oscuros”, comenzó a resaltar las futuras líneas de su cara. Se fue
poniendo vieja y en la medida en que lo lograba, más se acordaba de Sebastián. Era como
si empezara a ver el rostro de él en el espejo, en lugar del suyo. “No hay nada más
parecido a una vieja que un viejo”, se dijo, tratando de alejar la seriedad con que
estaba tomando la transformación. Al terminar, se dio cuenta de que el esperpento
que tenía frente a sí era ella misma dentro de unos años y de golpe se sintió vieja, tanto,
que la espalda se le encorvó y la mano derecha le comenzó a temblar; era como si tuviera
a Sebastián dentro de sí.
Andrea salió del camerino tratando de encontrar ayuda, con sólo veinticinco
años ya era una anciana casi a punto de morir. Ya afuera, se topó con la directora artística,
quien con una mueca de incredulidad le elogió el maquillaje, la entró de nuevo al camerino
y le untó el desodorante también en el pelo, para simularle unas canas.
–Perfecto –le dijo Clara, en tanto se oyeron los gritos de “Llegó la Comisión”, y con la
misma, la directora salió corriendo del camerino para recibir a los visitantes, dejando a Andrea cada
vez más vieja y menos consciente de quién era.
En efecto, Clara se paró en el escenario y vio a los tres miembros de la
Comisión entrando por el pasillo central de la sala como, “Pedro por su casa”. Clara bajó
para encontrarlos e indicarles dónde se debían sentar. En eso, el luminotécnico apagó las
luces in fade, tal como estaba acordado, tratando de crear un ambiente propicio para
que los actores se fueran colocando en el escenario. Pero en aquellos segundos en que la
oscuridad fue total, se escuchó un grito masculino prolongado:
–¡Ahhhhhhh!.
Detrás le siguió un grito de Clara:
–¡Luceeeeesss!”. Y se iluminó de un golpe el teatro completo, descubriendo a los actores
que estaban ocupando sus posiciones. Pero para sorpresa de Clara, faltaba un miembro de la
Comisión.
Con mucha parsimonia el Censor principal miró hacia el fondo del foso
destinado para la orquesta y allá abajo vio a su compañero desparramado en el suelo.
–Míralo donde está –dijo el Censor–. ¿Estás bien, Filiberto? –le insistió.
Con voz de ultratumba el caído contestó:
–Me duele mucho la espalda.
A Clara su abundante pelo rizado se le erizó más que nunca, los actores,
saliendo de la concentración que requería la preparación del espectáculo, comenzaron a
caminar alarmados hacia el lugar del accidente. Pero Clara hizo rodar sus enormes ojos
y el grupo se detuvo de golpe, comprendiendo que no era prudente crear ninguna
algarabía ante la Comisión de Censura, así que todos se quedaron encima del escenario,
esperando el desenlace de la situación.
El Jefe y su otro compañero bajaron al rescate del caído y pasando sus brazos por
encima de los hombros de ellos, lograron subirlo con esfuerzo. Ya arriba, sucedió lo
inesperado. El Censor Principal miró a Clara con desenfado y le dijo:
–No queda suspendido el ensayo, después que terminemos yo llevo a Filiberto al hospital en
mi carro.
Clara miró la cara desesperada del accidentado, pero como no le convenía ponerse
a mal con quien decidiría la suerte del próximo estreno del grupo, se viró hacia los
actores gritando: “A sus lugares, que vamos a empezar”.
Luego de que lograron sentar a Filiberto en una de las sillas colocadas encima del
enorme escenario, en forma de círculo, porque se trataba de un espectáculo de “teatro
arena”, el luminotécnico hizo un apagón y después, con la señal que le dio la banda
sonora, fue subiendo la intensidad de las luces dando a entender que se trataba de un
amanecer.
Durante el espectáculo, la cara de El Principal se mantuvo sin expresión alguna.
Clara, por el contrario, cada vez que en la obra se hacía alguna alusión al poder o a la
rebelión, se hundía en el asiento, pensando en la discusión que vendría después; pero al
instante terminaba por empinarse en la misma silla, para que la Comisión no interpretara
que ella se estaba acobardando.
Sin embargo, cuando Andrea salió en el personaje de la anciana, tanto El Gran
Censor como Clara se quedaron sorprendidos. Jamás la directora estimó las cualidades de
Andrea como actriz, pero esta vez la joven tenía una fuerza inusual, tanto que a Clara le
pareció que tenía frente a sí al difunto Sebastián en sus mejores tiempos. El Jefe de los
censores, por su lado, se mordió el labio inferior con la rabia de presenciar lo que, sin
dudas, era una buena actuación de aquella dramaturga insolente y criticona.
Por fin terminó el espectáculo y los actores, con el maquillaje medio corrido,
secándose el sudor y aún con sus vestuarios puestos, se sentaron en el tabloncillo frente a
La Comisión de Censura. El Principal se inquietó un tanto porque no veía a Andrea, quien
era en definitiva la directora general y autora del proyecto, hasta que del fondo del
escenario vino caminando la joven, como si tuviese cien años. Clara se removió en el
asiento, dándose cuenta de que Andrea seguía en personaje. Cuando estuvo próxima a La
Comisión, El Censor Mayor se sonrió irónicamente y le dijo:
– He llegado a la conclusión de que tus obras son retorcidas y amargas porque tú eres
retorcida y amarga.
Ante semejante insulto, el grupo tragó en seco esperando la respuesta de Andrea.
Para todos, la joven contestaría algo como: “ Mis obras son retorcidas y amargas porque
son el reflejo de una realidad retorcida y amarga”. Pasaron algunos segundos; para
sorpresa de los actores y Clara, Andrea se encogió de hombros con un gesto que era
característico del difunto Sebastián y no pronunció palabra alguna, creando un
nerviosismo entre sus compañeros, quienes la tenían como una heroína capaz de “cantarle
las cuarenta” a cualquiera.
El Censor Principal frunció el ceño. Era extraño que la apasionada Andrea no le
contestase. Además, él necesitaba que ella le discutiera, para en medio del acaloramiento
prohibirle el estreno. Entonces volvió a la carga:
–Es que tú escribes como si te fueras a morir mañana, por eso tus textos están sin
terminación, hechos como a machetazos.
Algunos actores del grupo cerraron los ojos, casi que adivinaban la respuesta de esa
muchacha que se había convertido en el cerebro de ellos; todos esperaban una réplica algo
parecida a esto: “ Es que realmente me puedo morir mañana y el tiempo no me alcanza
para denunciar unas cuantas verdades que ustedes no me quieren dejar decir”. Pero no,
Andrea permaneció muda, esta vez mirando agudamente al Gran Censor sin despegar los
labios, tal como lo hubiese hecho Sebastián. Ya en este punto los actores empezaron a
culparla en silencio por la prohibición que creían inminente, dado su silencio, Clara, atónita, no se
atrevía a defender los ataques al texto de Andrea porque no lo había
escrito ella.
Desesperado y molesto por la inquisitiva mirada de la joven, El Jefe de la Comisión
decidió ser más concreto:
–El texto ese de que los obreros tienen las manos callosas metidas en una guayabera que casi
nunca les queda bien, cuando los dirigentes rozagantes los van a condecorar... ese texto no puede ir.
¿Cómo vas a atacar a quien te paga, a quien te permite hacer teatro? Y todas esa alusiones al
hombre poderoso y con barba, eso tampoco puede ir .
El grupo terminó de perder sus esperanzas al comprobar que ni la censura directa de los
textos, hacía que Andrea se defendiera. Esta sonrió y se quedó sin moverse dispuesta a no inmutarse
por nada, con esa actitud de agresividad pasiva tan propia del que fuera su maestro Sebastián. Clara,
por su parte, bajó los ojos convencida de una derrota rremediable.
En eso se oyó un quejido de Filiberto, quien trataba de acomodarse un poco
mejor en la silla. El Gran Censor movido por el sonido, viró su cabeza hacia el accidentado
y en ese pequeño instante pensó: “ Que estrene, para que El Ministerio del Interior le
prohiba la obra, a ver si se la llevan presa. Ojalá.” Y regresando su vista hacia Andrea,
concluyó:
–Sepárenme asiento para el estreno. Con la misma se levantó, y ayudado por su otro
compañero, se dispuso a trasladar a Filiberto hasta el carro.
No lo podían creer, cómo era posible que sin discutir y enfrentarse a todos los
insultos y críticas del Principal, lograran el permiso para estrenar el espectáculo. Entonces
empezaron a creer que la actitud de Andrea fue premeditada y a propósito, para lograr
vencer a La Comisión. De nuevo la joven era colocada por sus compañeros en el lugar de
las heroínas, cuando unos escasos minutos atrás era, para ellos, la estúpida y floja incapaz
de defender el sacrificio de tantos meses de ensayos.
Clara acompañó a la comitiva que llevaba a Filiberto en brazos. Llegaron a la acera y el
ayudante sano corrió a tomar las llaves del auto que su jefe le ofrecía con el brazo
Extendido, y velozmente abrió las puertas. Entonces Filiberto puso un primer pie dentro del
carro y se sujetó del borde del techo que tenía a mano para poner sus nalgas cuidadosamente en el
asiento; en esto, el otro subordinado, tratando de ser eficiente, cerró
la puerta de un tirón sin percatarse que los dedos de su compañero estaban justo en el borde, a tal
punto no se sabía si el accidentado gritaba más por la mano atrapada o por la espalda. El Principal
se montó pacientemente, arrancó el auto y se fueron.
Clara suspiró aliviada por la partida de los visitantes y corrió hacia dentro
del teatro para contar todos los detalles al resto del grupo. Cuando se acercó al
escenario vio a Andrea rodeada por los actores, sentada sobre el tabloncillo en posición
fetal, temblando y llorando sin atender a las palabras de sus compañeros. Clara no
pronunció palabra, fue hacia el lobby, tomó el teléfono y llamó a Marta.
II
El Teatro de Varietés nació entre anteojos y abanicos posados en escotes de
época. Como la escena misma, el espectáculo de sus butacas estuvo saturado de risas y
pasiones que aún flotan entre sus paredes abandonadas, como fantasmas que invitan al
placer.
Marta y Andrea se conocieron una noche en el Teatro de Varietés. Concluida la
première de El gato sin vida, las jóvenes se encontraron en la puerta de entrada. Marta había
decidido no regresar a la beca sin conocer a la autora; no le importó que sus
amigos se fueran y la dejaran sola por temor a no encontrar transporte a altas horas de la
noche. Esperó pacientemente a que el grupo se quitara el maquillaje y el vestuario en medio de las
bromas propias de una noche de estreno. Todo era excitación: a Marta le
brincaba el corazón con esos vuelcos repentinos y nerviosos. Cuando salió el grupo, apenas notaron
su presencia, sólo René, uno de los actores protagónicos, miró de reojo a
aquella muchachita con el pelo teñido de rojo, la piel trigueña y un cuerpo de maravillas.
A René no le quedó más remedio que detenerse, cuando Marta se le interpuso
en el camino. La fuerza de la joven lo impresionó hasta el punto de responder con la boca
abierta a una de las sonrisas de Marta.
–Me gustó tu papel –le dijo la muchacha.
René movió estúpidamente la cabeza como afirmando
–¿Cuál de ellas es Andrea, la autora?
René se recuperó un poco, respiró profundo para llenarse de la brisa de aquella noche, y al
hacerlo, subió la cabeza para topar con una luna redonda hasta el tope. Ya en este punto el actor se
decidió:
–Acompáñanos que nos vamos de juerga.
Sin saber a dónde iban, Marta caminó al lado de René, comentándole todos los pormenores
del espectáculo. En tanto se encontraban en cada esquina con alguien que les ofrecía lo mismo
zapatos que cigarros, o paquetes de galletas, pero el grupo pasaba sin mirarlos; hasta que un
hombre, vestido elegantemente, les ofreció una botella de ron Paticruzao, poniendo con su
mercancía un alto en el camino de todos aquellos jóvenes.
Para aquel grupo de actores cada precio impuesto en las esquinas de Centro Habana
era prohibitivo, incluso, al salir de los ensayos comprendían que envidiaban a todos
aquellos buscavidas que refugiándose detrás de las columnas, especulaban con el hambre de cada
uno. Algunas veces se detenían a mirar las ventas de tan peculiar mercado, el
que, evidentemente, era dominado, en su mayoría, por gentes de la zona. Los
compradores eran otros buscavidas que manejaban el dinero suficiente como para
consumir lo que el otro “socio” vendía. El dinero circulaba entre los pícaros de la ciudad.
En tanto ellos miraban con deseo hasta un paquete de caramelos.
Ante la botella de Paticruzao se quedaron desconsolados pensando en
el vino medio agrio de naranja que les había regalado el papá de Lucinda, quien se dedicaba
a fabricar bebidas en su casa. La sorpresa fue cuando Marta sacó los ciento veinte pesos
que costaba la botella y la compró. Todos la miraron con curiosidad: quién era aquel ser
tan poderoso que se gastaba una fortuna con tanto desenfado. Marta le dio la botella a
René, aclarándole:
–Para la fiesta.
El grupo empezó a buscarle conversación a Marta; sólo Andrea se mantuvo como al margen,
observando.
No tardaron en llegar al cuarto de Andrea que estaba ubicado en un edificio antiguo
de la calle San Nicolás. La escalera olía fuertemente a orine, y para colmo, a la entrada de la puerta,
estaba un contenedor de basura desbordado, de manera que los desperdicios
andaban regados por toda la acera. A Marta se le revolvió el estómago, “ Esta Habana es
un chiquero”, pensó la joven en tanto brincaba sobre la inmundicia, en puntillas, para no
ensuciarse demasiado los zapatos. Los actores del grupo no; ellos ya tenían incorporada la crisis que
vivía aquella ciudad donde no se podía ni recoger la basura por falta de transporte y gasolina, y por
la misma razón no se distribuían a tiempo los escasos productos que, procedentes del campo,
llegaban a sus mesas o medio secos o medio podridos. La Habana era el punto más débil del
atrincheramiento impuesto por el gobierno y se notaba en el aspecto famélico de sus ciudadanos.
Todos subieron por la pestilente escalera hasta llegar a lo que sin dudas fue la sala de una
bellísima mansión. La casona, construida a finales del siglo XIX, guardaba en su arquitectura,
enriquecida por la maestría del diseño de las rejas y barandas de hierro, la majestuosidad de la
nobleza criolla de la época. La casa, evidentemente, había ido perdiendo importancia a través del
tiempo, convirtiéndose más tarde en prostíbulo y viéndose en la actualidad reducida a una simple
cuartería de paredes descascaradas y con un agujero en el piso de la entrada, el cual atravesaban los
inquilinos y visitantes por encima de un tablón viejo, flexible al peso de las personas. Marta cruzó
el tablón sujetándose de la mano de René, quien le ofreció su brazo al ver el terror en la cara de la
joven. El resto de la troupe pasó como si nada por aquel precipicio urbano, hasta llegar, finalmente,
al cuarto de Andrea. La dueña giró la cerradura, abrió la puerta y todos vieron frente a sí una
habitación que parecía un oasis en medio de tan desastroso desierto.
Andrea había dejado abierta la ventana que daba a la calle, esa que le confería a su cuarto el
privilegio de tener luz y ventilación a diferencia del el resto de la cuartería. La dramaturga invitó
con un gesto a que todos pasaran y se acomodaran. René la miró y ambos sonrieron cómplices, en
tanto pasaban la vista sobre los muebles con la sensación de que aquellas piezas eran las más
exquisitas del mundo: la cama fue, años atrás, el camastro encima del cual Cleopatra era paseada
por todo el escenario, en brazos de sus supuestos esclavos; la mesa y las sillas procedían de la
taberna de otro espectáculo del que ni tan siquiera recordaban el nombre: todo había formado parte
de la escenografía almacenada del Grupo de Varietés que hacía años había tenido por sede a El
Teatro Musical. El grupo fue desintegrado con el nuevo sistema de proyectos, quedando en el teatro
y al abandono aquellas pertenencias de obras que jamás volverían a subir a escena. Así, los intrusos
del grupo de Andrea, quienes trabajaban provisionalmente en la inservible sala teatral,
aprovecharon para robarse cuanto mueble les pudiera ser útil en sus casas. Todo en el cuarto estaba
relacionado con la escena, incluso aquella vista de la ciudad de La Habana que se apreciaba desde
la ventana, y que parecía una excelente toma de cualquier filme de calidad; por lo menos así la
describía la dramaturga, aun delante de sus visitas. Por otro rincón, colgado de un clavo, estaba
aquel farol querido que les sirvió de utilería en la obra Sin medida. Más allá, sobre una silla,
reposaba el pañuelo floreado que un día les sirvió para cubrir la cabeza del personaje de LA VIEJA.
También algunas fotos muy pobres y aficionadas, tomadas durante algunas representaciones,
pegadas a las paredes.
Marta sintió alivio en cuanto entró a la habitación, era tan acogedor el sitio que a los
visitantes se les olvidaba el temor de que en cualquier momento se podía caer el edificio. Andrea
sonrió, abriendo los brazos a plenitud y complacida por estar a salvo en su guarida. Luego de la
primera impresión y después de que todos se acomodaron, Marta continuó pasando revista por el
espacio: se dio cuenta de que no había refrigerador, ni televisor, ni cocina; solamente una hornilla
eléctrica situada encima de una mesita. También colocada cuidadosamente en otra mesa pequeña
estaba una máquina de escribir que por el modelo, parecía como de los años treinta. En el cuarto
reinaba la pulcritud y el orden, algo difícil de aceptar para Marta, quien creía que todos los artistas
eran “medio cochinos”.
Abrieron la botella de ron, brindaron por el éxito de la obra y entre risas, volvieron a repasar
todas las anécdotas simpáticas que acontecieron durante la representación. En ese punto recurrente,
Andrea sintió sobre sí la mirada de Marta y por instinto volvió el rostro, clavándole los ojos a la
intrusa, quien no pudo aguantar el reto y bajó la vista entre nerviosa y desconcertada.
Andrea se había vuelto muy paranoica durante los últimos meses, sobre todo porque
constantemente recibía señales de que no debía moverse de La Habana. Cada vez que salían de gira,
los planes no les iban muy bien. El colmo fue el viaje a Santiago de Cuba, cuando el grupo teatral
El Santiaguero los invitó a presentar La noche y sin medida . Al llegar, los hospedaron el un motel
muy alejado de la ciudad, donde no llegaba ni transporte urbano. Durante una semana, Andrea
estuvo pidiendo al director de El Santiaguero y a otros funcionarios, que necesitaba ver los teatros,
ensayar, porque el día previsto para las funciones se acercaba. Notó que el director estaba como
asustado, apenado, entonces comenzó a sospechar que algo no andaba muy bien. Finalmente, el día
antes de la puesta le informaron que las autoridades culturales locales sólo permitían que las
funciones fuesen presentadas para los teatristas, exclusivamente. Andrea le sonrió al director de El
Santiaguero, lo miró de arriba a abajo, respiró profundo y cedió por compasión, imaginando las
presiones que estaría sufriendo por parte de los funcionarios. No se podía esperar otra actitud de
aquellos trogloditas que se pasaban todo el día bebiendo ron, viviendo de sus cargos en el sector de
la Cultura, sin que les importaran realmente las necesidades de los artistas. Ellos menos que nadie
estarían dispuestos a perder sus traseros arriesgándose con un grupo revoltoso de La Habana. “Por
lo menos podremos ver a la gente de El Santiaguero”, le dijo Andrea al grupo. Las representaciones
fueron memorables, los actores dieron todo de sí porque salieron a escena con un sentido de
opresión muy grande y lloraron como nunca, y también hicieron reír a sus amigos, con una rebeldía
interior irrepetible. A final de la función se produjo el intercambio que nadie podía evitar: Los
grupos se abrazaron con una fuerza única. Pero al poco rato los invitados tuvieron que regresar al
apartado motel como si fuesen unos apestados.
Se suponía que salieran al día siguiente para La Habana, en el tren. “A las cinco en punto de la
tarde”, como dijera Federico García Lorca, los recogió un transporte estatal y los llevó a la
Estación, pero al llegar, vieron a aquella enorme mole maciza, detenida y sin intenciones de andar.
Sobre el tren revoloteaba una veintena de aves de rapiña, creando un espectáculo que le helaba la
sangre a cualquiera. La locomotora estaba simplemente muerta desde hacía varios días y no se sabía
cuándo volvería a funcionar. Tardaron quince días más en volver a casa.
Eran demasiados obstáculos y símbolos que tenían a Andrea en alerta por lo que la presencia en
su casa de Marta, una desconocida, la empezó a inquietar. “ El mal se corta de raíz”, se dijo la
dramaturga, en tanto se acercaba a Marta para terminar sentándose a su lado. La visitante se corrió
un tanto en el camastro de Cleopatra para hacerle un lugar a Andrea, quien al sentarse le sonrió y se
le quedó mirando. Marta la desafió esta vez con la mirada, hasta detallarle el color grisáseo de los
ojos, aquellos que en el teatro le habían parecido azules.
–Me gustó la obra.
Andrea contestó con un gesto de interrogación.
–En la beca a la gente les gusta las obras...calientes. Yo estudio Arquitectura.
Andrea hizo un gesto de interés que hizo sentir a Marta más cómoda y menos estudiada. Con
diplomacia, empezó a hacerle preguntas sobre su vida, y Marta, a sabiendas de que se trataba de un
interrogatorio cortés, accedió a contestar porque sin explicárselo muy bien sentía la tentación de ser
amiga de aquella muchacha tan recelosa y atrevida a la que debía darle confianza con sus respuestas
si quería tenerla cerca y más cuando ella había llegado a su casa como una intrusa. Al mismo
tiempo, de cierta forma Marta se sintió por primera vez halagada en el grupo porque se convirtió en
el foco de atención de todos cuando se confesó pinareña, proveniente de una familia que tenía
tierras y animales. En ese punto los actores pararon las orejas, extasiados al oír hablar de gallinas,
cerdos, vacas... era como si Marta fuese para ellos un ángel caído del cielo. Sin más dilación se
unieron al diálogo y tratando de sensibilizarla con el hambre que tenían, empezaron a recordar
cómo olía y sabía la carne de cerdo, el pollo frito... y concluyeron cantando aquella canción antigua
que años atrás popularizó Barbarito Diéz , tema del espectáculo que acababan de estrenar: “Cuándo
volverá la Noche Buena, cuándo volverá, el lechoncito, cuándo volverá, un congricito...”.
Por supuesto que todo terminó en conga y baile, cuando Marta, dándose cuenta
de la maniobra de los actores y conocedora de la psicología hambrienta de los habaneros,
terminó por prometerles, de buena gana, que el fin de semana entrante los invitaba a
todos a la finca a comerse un cerdo de ochocientas libras, que venía criando desde hacía un
año. La invitación hizo recelar mucho más a Andrea.

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